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El sueño de una tarde de abril a la vera del Guadalquivir

Tauromaquia

El sueño de una tarde de abril a la vera del Guadalquivir

Tras lo vivido en Sevilla el pasado 13 de abril con el faenón de Paco Ureña y el indulto del toro Cobradiezmos, de Victorino Martín, muchos salieron de la plaza presos de un profundo sueño que elevó el toreo al infinito.

Ureña triunfante

17/04/2016. EL LORQUINO

“Que toda la vida es sueño”, escribía Calderón de la Barca por boca de Segismundo en su obra homónima. “Pero un sueño febril que dura un punto”, según dejó plasmado en su Rima LXXVII el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer.

Vivimos de sueños, pues la vida es una lucha constante por conseguirlos, y a su vez para soñar es necesario aferrarse a la vida y al recuerdo, ya que, de alguna manera, los sueños también se alimentan de ellos. “El toreo vive de recuerdos”, remachaba el genio de Morante de la Puebla tras la faena a su segundo toro el Domingo de Resurrección en el coso del Baratillo en la que acabaría recibiendo los tres avisos tras un arrebatado final. Casi veinte días después pintaría sobre el albero maestrante una obra para el recuerdo que ha sido cantada como antológica. “El toreo debe ser romanticismo regido por unas normas”, señaló en otra ocasión. Las normas de la inspiración, la magia, o el toma y daca diario entre la vida y la muerte que puede dar lugar a una conjunción estética capaz de llevar al éxtasis colectivo a miles de personas de distinta ideología, clase social, nación o religión.

Aquellos que presenciamos el pasado miércoles 13 de abril lo sucedido en el ruedo de la Maestranza aún nos resistimos a pensar que esa tarde no fuéramos presas de un sueño. El sueño de la recompensa a años de lucha, esfuerzo y superación de un torero nacido a la luz de la huerta de Lorca, curtido en mil batallas y hecho a sí mismo gracias al trabajo, la ilusión, la fe en sí mismo y el saber mantener encendida la mecha de la luz de la esperanza. Y el sueño de la victoria del rey toro, de la victoria de la vida sobre la muerte, de la bravura en mayúsculas sobre la falta de casta y flojedad que llevan al traste al rito taurómaco. La dignificación o resurrección del rito, de la liturgia de una religión que no es más que una lección de la vida misma. Vida en la que, además de los placeres, existe el sufrimiento –no la tortura, como gusta de llamar a los antitaurinos–, la lucha y la capacidad de venirse arriba ante lo adverso, de morir con la cabeza bien alta y con la dignidad de quien se sabe seguro de haber plantado cara al fatal destino, pero también la posibilidad de ganarle la batalla a la muerte porque Dios así lo quiere para premiar la bravura demostrada en esa lucha. El sueño, en definitiva, de la magia de una tarde de abril a la vera del Guadalquivir, con las luces del atardecer sevillano, entre los tonos azules y anaranjados de un infinito cielo, el olor a azahar y el gorjeo de las curiosas golondrinas asomadas al rubio albero maestrante para contemplar la belleza de una obra de arte realizada a la sombra de la Giralda.

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Así, tras la sequía de toreo en la que se estaba convirtiendo la Feria de Abril de este año, llegó el miércoles la borrachera surgida de la conjunción sublime entre la bravura de un hijo de Victorino, del de Galapagar, que por ello respondía al nombre de Galapagueño, y la muleta de oro puro de un chaval de Lorca. Temblaron los cimientos de la Maestranza con el crujido de los olés rotundos cuando, mentón encajado en el pecho, cargada la suerte y haciendo del círculo el culmen de las formas geométricas, Paco Ureña paró el reloj, o el tiempo, en una obra pictórica llena de cadencia, mesura, inspiración, pureza trianera y una medida perfecta de tiempos y distancias. Un delirio entre el público y un manjar solo apto para paladares sensibles. Cuando cogió la espada, la fuerza del Gran Poder se hizo presente, y la estocada, un punto caída, dio paso a una espectacular muerte del astado y a la concesión unánime de las dos orejas. La Puerta del Príncipe parecía entreabierta cuando el recuerdo de un 4 de octubre al natural en Las Ventas sobrevolaba los aleros del tejadillo de La Maestranza. Lástima que el último toro, de nombre Melonero, no dejara a Paco convertirse en Príncipe de Sevilla, que estaba dispuesta a elevar a su hijo adoptivo a dicha categoría a poco que el de Victorino hubiera colaborado. Pero se había cumplido el sueño.

Recuerdos de otro Príncipe de Sevilla, José Mari Manzanares, y de otra histórica tarde de ensueño, la del indulto del toro Arrojado, de Núñez del Cuvillo, el 30 de abril de 2011, primero en recibir ese honor en la historia de La Maestranza, vinieron a la mente de muchos de los presentes al contemplar la bravura del cuarto astado de la tarde, que atendía al nombre de Cobradiezmos, pero que más que exigir impuestos, exigió mando y regaló embestidas. Lo había recibido a portagayola su afortunado lidiador, Manuel Escribano, y desde entonces el animal fue un derroche de virtudes, dado su bravo arranque y empuje en las dos varas que tomó, su galope en banderillas, y su bravura en la muleta, donde dibujó surcos por el albero con el morrillo como queriendo colaborar para que Escribano firmase una obra artística plena de inspiración y de enjundia. Hay que decir que en ella hubo más voluntad y compromiso que pellizco, pero no es Escribano escritor de novelas románticas, sino más bien de tratados de guerra, batallas y estrategia, y a ello obedeció una esforzada, completa y cumplidora labor. Los loores mayores fueron para el gris cárdeno Cobradiezmos, que demostró virtuoso que también a la muerte se le puede ganar la batalla peleando, humillando con bravura y volviendo a la vida para transmitir más vida, como aquel Nazareno nacido en Belén que entregó su vida para vencer a la muerte y dar nueva vida. Aquel Nazareno cuyo Gran Poder se hacía presente de nuevo en el espíritu de quienes solicitaron clamorosamente la vida para el rey toro, triunfante cual dios Mitra sobre las tinieblas, siendo premiado su lidiador simbólicamente con dos orejas y dando una vuelta al redondel junto a un eufórico Victorino. Otro sueño cumplido.

Del resto de la tarde poco o nada se recuerda, más que la garra de Morenito de Aranda con el quinto o la casta de Ureña ante el sexto. Pero había sido tanto lo vivido en esos dos efímeros momentos de romanticismo de tan hermosa tarde, en esos momentos de la vida que “solo duran un punto”, que fueron suficientes para mantener el recuerdo y alimentar una pasión y un sueño: la verdad del toreo, conjunción estética de la lucha entre vida y muerte, historia de superación, y victoria de bravura sobre sufrimiento, de vida sobre muerte, de luz sobre tiniebla.

Diego Antonio Reinaldos Miñarro, para Periódico El Lorquino

Redacción de Periódico EL LORQUINO Noticias.

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