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«La vieja y la niña», relato en homenaje a las victimas de las riadas en Lorca y Pto. Lumbreras

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«La vieja y la niña», relato en homenaje a las victimas de las riadas en Lorca y Pto. Lumbreras

Era una oscura mañana de otoño aquella en que llegó, con paso dubitativo y torpe, una anciana cruzando las calles de Puerto Lumbreras. Nadie que se cruzara en su camino la conocía y evitaban mirarla. Fue un día gris de mercado y entre los puestos que ofrecían sus productos, plantados en medio de la rambla, pasó pidiendo limosna la pobre desconocida. Pasaban por aquí y por allá las gentes del pueblo, obviando la simple existencia de la anciana, pues estaban ocupados o tenían prisa.la vieja y la niña

—¡Humo de aquí! —le gritó uno que vendía fruta. Y cabizbaja cambiaba de lugar la anciana y volvía a ser increpada, pues pensaban que su presencia alejaba a los clientes. —¡Válgame la Virgen! —gritaba el de los salazones— ¿Se quiere usted ir a tomar viento? Caminaba de nuevo la anciana hasta que cayó rendida al suelo, sentándose sobre una piedra que había y respirando con fuerza debido al cansancio que sentía. —Tome —dijo de pronto una débil vocecilla. Alzó la vista la mujer y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pues no era más que una niña la que le ofrecía un bocadillo al que le faltaba un pedazo con la forma de sus dientes.

—Muchas gracias, hijica… Pero no puedo comer yo de eso, pero muchas gracias. Sacó la niña, entonces, una peseta, que guardaba celosamente en su pequeño puño cerrado, y se la ofreció. Con más lágrimas cogió la anciana la pequeña, pero significativa, ofrenda y se levantaba. Posó su huesuda mano sobre la cabeza de la pequeña y le habló con ternura. —Nena, ¿dónde vives? Señaló la pequeña una casa al margen de la rambla, justo a espaldas de unos caños de agua.

—Pues coge a tu familia y vete lejos de tu casa hoy. Al monte tenéis que ir. Estaba confusa la pequeña, pero aquellas palabras calaron muy hondo en ella. La vieja, por su lado, había desaparecido de su vista, pero ella no le dio mayor importancia. Tal marca dejaron aquellas extrañas palabras, que la niña, casi entre llantos, rogaba a sus padres que se fueran de casa. No hacía más que suplicarles que se fueran de su casa y no sabía la razón de por qué lo hacía, pero en su interior sabía que debía ser así.

—No seas más pesada, hija mía. Que tonterías tienes en la cabeza. Eso es de ver la televisión de las narices. Comieron, no sin disgusto de la niña, que apenas si fue capaz de echarse un bocado a la boca. Había empezado a llover con fuerza y, lejos de detenerse, parecía que iba en aumento. Esto no hizo más que alarmar más a la pequeña, que imploró a su madre que se fueran de allí, pero ante las negativas de su mamá, se acercó a la puerta y se asustó con los relámpagos que iluminaban el cielo.

—¿Qué haces hija? Pero antes de que la madre terminara la frase, la pequeña ya corría bajo la lluvia que se avecinaba con tanta potencia que hasta le hacía daño. Subió por las callejuelas hasta el Castillo y allí se vio sorprendida por una fuerte granizada. Se metió dentro de una pequeña covacha y allí se encogió para protegerse del frío que le daban sus ropas empapadas. Y tal abrigo encontró en aquel lugar, que empezó a entrar en calor y poco a poco el sueño se fue adueñando de ella. No sabía cuánto había dormido, pero cuando se despertó, la oscuridad campaba a sus anchas. En un principio no veía nada, y tanto miedo tuvo que pensó en no salir de allí. Sin embargo, tuvo que hacerlo, pues se extrañaba por no ver nada de las luces de su pueblo. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba su pueblo? Vagó a tientas por la montaña.

Si se quedaba callada, escuchaba algo. Eran unos lamentos; lloros y gritos que imploraban al cielo y clamaban a Dios, pero no veía nada. Caminó a ciegas durante horas, llorando y llamando a su madre todo lo fuerte que le permitía su vocecita, pero esa noche gritaba mucha más gente. Rendida de cansancio, se sentó en el suelo y, muerta de frío y de miedo, esperó la llegada del alba. En su fatiga creía ver unas luciérnagas que flotaban en el aire, pero no fue capaz de avanzar hasta ellas. Y cuando la luz del nuevo día bañaba el pueblo, supo que estaba en medio de la rambla, sentada entre el barro. Caminó con presteza para llegar a su casa, pero pronto se dio cuenta de que algo había cambiado. ¿Y su casa? ¿Y la de al lado? Se volvió su llanto más intenso al tomar conciencia de que su pueblo había cambiado. Todo eran escombros y barro.

Todo era destrucción y… muerte, pues no pudo evitar la terrible visión de un brazo que sobresalía de debajo de una montaña de ladrillos. —¡Aquí hay una! —gritó una voz. Pronto un grupo de personas se le acercaron corriendo y le empezaron a abrazar y acariciar. Algunos tenían los ojos rojos y otros estaban de barro hasta el pecho. Le pusieron una manta sobre los hombros y se la llevaron tomada en brazos, corriendo.

Mientras la alejaban de lo que un día antes había sido su casa, aquellas personas daban gracias a Dios, pero en su pequeña mente sólo había espacio para un recuerdo, y es que jamás olvidaría la cara de aquella extraña anciana que había visto el día anterior en el mercado. Vieja leyenda adaptada.

[symple_box color=»blue» fade_in=»false» float=»center» text_align=»left» width=»»]En memoria de todos aquellos que fallecieron en la Riada del 19 de Octubre de 1973 y en homenaje a todas aquellas familias que perdieron a alguien o que fueron víctimas de la furia del agua, que asoló, aquel día, las tierras de Puerto Lumbreras y Lorca, así como otros municipios almerienses y murcianos, dejando más de un centenar de muertos y un desastre de proporciones catastróficas.[/symple_box]

Redacción de Periódico EL LORQUINO Noticias.

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